No se encuentra fácil alguien así. A veces conviene descansar un poco de las chicanas, los chistes fáciles, incluso hasta de la política, y parar para leer una buena historia.
Levantó los ojos y ahí estaba él. Si pensó que no lo volvería a ver en esa, ni en otras primaveras, se había equivocado. Ahí estaba de vuelta después de la última discusión. Ahí nomás, como siempre, recargado de oros y rulos blancos como el rey de la baraja. No lo esperaba. No lo había visto entrar en la casa. Tan entretenida había estado con la criatura entre los brazos.
Don Alfredo no decía palabra, ni siquiera la miraba. De pie junto al sauce, apenas parecía interesado en calcular a que distancia de la mano estaba esa rama. Ella sabía lo que significaba eso, así que se acurrucó en la silla y apretó al chico contra el pecho.
A Don Alfredo no le hacía falta hablar, Sabía hacerse entender sin palabras. Además, ya había dicho lo que tenía que decir una semana atrás, pero ella no lo había escuchado, o peor todavía, no le había hecho caso.
Más vale Nica que te vengas conmigo a San Justo, ahora mismo. Ya levantaron las carpas y estamos perdiendo plata. No están los tiempos para andar haraganeando. Dejá ese crio y venite conmigo al festival. Un mamita estás criando, dijo la voz del Rey de Oro.
El patio olía a jazmín y a bosta de gallina. Don Alfredo caminó hacia la galería y sobre la mesa dejó la cartera de cuero con el 38 largo. Enseguida volvió sobre los pasos, levantó los brazos y cortó una vara. Un chicote así, de tres cuartas de largo y un dedo de ancho.
Después se demoró arrancando las hojas, una por una, con la paciencia de un viejo artesano y recién cuando la vara quedó limpita descargó el primer chicotazo contra el cuello de la Nica. Ella se estremeció de dolor, pero no dijo nada. Ni un quejido soltó.
Pero un segundo después corría agachada cubriendo al chico con el cuerpo, derecho al dormitorio. Él no se molestó en seguirla. Se quedó afuera, esperando. Sabía que volvería. Siempre volvía. La había educado bien. Ahora estaría arropando al crio en la cuna.
Estaba fresca esa tardecita de setiembre y la humedad le trepaba desde la tierra por la tela dura de los pantalones de jean. Levantó las solapas de la campera y cerró el primer botón de la camisa.
De reojo pudo ver a la Nati. Alambrada de por medio la vieja metida barría sobre lo limpio. No lo miraba de frente, pero él sabía bien que no le perdía pisada. Nunca le había gustado esa vecindad de la Nica con la vieja bruja. Le había llenado la cabeza a su chica. En pocos meses, con tantas habladurías, había conseguido ponerla en su contra.
Vieja picuda, soltó Don Alfredo, pero no tuvo respuesta. En seguida fue a mirarse en el pedazo de espejo que colgaba en la pared de la galería. Había pasado la raya de los cincuenta, pero una melena ensortijada le caía sobre los hombros. Estaba blanco en canas y tenía la piel agrietada junto a los ojos de un color semejante a un preparado de nicotina y agua jabonosa.
Era esa hora en la que el sol empieza a esconderse detrás del Salado, más allá de Los Troncos, el humo de la quema y las asquerosas chancherías. Paciencia -se dijo- Paciencia.
Mientras esperaba golpeaba distraídamente un extremo de la vara contra la palma de mano izquierda.
Más vale vieja que esta vez no te metas, advirtió a la Nati como al descuido.
Después la Nica reapareció en la puerta y avanzó un paso en dirección a él.
Así, con la cabeza gacha y las manos apretadas sobre la falda, parecía otra vez la chica dócil que cinco años antes había cambiado a los gitanos por un auto viejo y algunos gramos de blanca, en las afueras de Carlos Paz.
Pero ahora ella había cumplido los 18, era madre primeriza y lamentablemente le habían llenado la cabeza de pajaritos. Así que una vez más le dio con la varilla. Para que tenga...
Y ella mansamente aceptó el castigo de Don Alfredo que había sido como un padre... Él la había enseñado bien, pero ahora no le quería obedecer. Se había vuelto terca, como una mula terca.
Ya no quería ir a San Justo para diversión de esos borrachos de la doma. Eso decía ella. Tampoco quería dejar a la criatura, tan chiquita como era en manos de una extraña y menos todavía abandonada en cualquier umbral, como él quería.
Después, cuando el tercer golpe hizo que la Nica cayera de rodillas, la vieja Nati soltó el chillido aquel que alarmó a todo el vecindario. Qué carajo tenía ella que gritar por los dolores de la otra. Eso lo empeoró todo. Se indignó Don Alfredo y empezó a hacer cosas de borracho cuando a esa hora de la tarde estaba fresco, todavía.
Quizás las cosas no habrían ocurrido como ocurrieron después si la Nati no se hubiera metido. Si no se hubiera largado la vieja loca a corretear y aletear como una bataraza al redor del nido. Si no hubiera llamado a la policía con esa voz de pito. Si no hubiera levantado tanta polvareda. Pero se sabe que las cosas pasan, cuando uno menos lo espera.
No era Don Alfredo hombre de volverse atrás y poco le importaba la opinión del mujererío. Así que el chicote siguió subiendo y bajando un rato más, hasta que a ella le brotó la sangre entre los dedos que le cubrían la cara.
Entonces, recién ahí, la Nica sacó la última fuerza y con un hilo de voz le hizo saber lo que era su última palabra. No voy -le dijo. No me va a llevar ni viva ni muerta. A las carpas, no.
Y entonces Don Alfredo, tan indiferente a los gritos de la Nati como a las palabras de la Nica, hizo lo único que no debió hacer aquella tarde de primavera.
Dijo: ahora mismo te mato al guacho este, y se mandó al dormitorio con la vara en alto.
Seguramente fue el griterío, la confusión que armaba la Nati mientras golpeaba en las puertas de los pasillos, lo que hizo que ellos no se entendieran como siempre lo habían hecho. Fue por la locura de la estación o acaso por esas sensaciones raras que ella tenía desde el día de la parición, pero lo cierto es que a gatas, como pudo, se llegó hasta la mesa y se apoderó de aquella cartera de cuero.
Él en persona. El propio Don Alfredo le había enseñado a tirar del gatillo y aunque ella nunca había conseguido pegarle a una putísima lata de cerveza, sabía muy que con un solo tiro de ese revólver podía desparramar una vaca a un costado del camino.
Así que cuando la llamó el berrido que salió de la pieza oscura, ella apareció con el arma amartillada y "sin pensar palabra le apagó un tiro en el lomo" al hombre de su vida.
Don Alfredo se volvió, siempre con la vara en alto y le clavó la mirada. Tan fuerte la miró, con tanto silencio respondió, que ella sintió miedo y retrocedió sobre sus pasos.
Boluda, no ves que podés matarme? Dijo por fin, mientras a tientas buscaba apoyo en la mesa.
Para entonces los gritos de la Nati y otras mujeres no dejaban escuchar nada.
Yo soy el Alfredo, Don Alfredo, habría querido decir él, pero para entonces ya empezaba a derrumbarse.
Apenas un susurro le brotaba de la boca, un fraseo de fuelle roto, un borbollón de sonidos incomprensibles.
Pero la Nica oyó, creyó escuchar de nuevo, lo que él le había dicho esa tarde en tan mal momento “Apenas me levante te mató al guacho ese”.
Y entonces ella recordó aquella lata de cerveza y volvió a tirar. Hizo eso y no dejó de hacerlo hasta que el tambor vacío siguió girando sin sentido.Más
Un rato después uno de los perros de la Nati olisqueaba la sangre oscura que se tragaba la tierra mientras el forense contaba los agujeros en el pecho desnudo. Justo el número de plomos que Don Alfredo, el Rey de Oro, sabía cargar en su propio revólver.
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