El fallo dictado por la Sala Cuarta de la Cámara de Apelaciones, donde se anula la sentencia condenatoria contra Edgardo Gabriel Storni, es un hecho absolutamente previsible y, aunque suene antipático, probablemente ajustado a derecho.
Sin embargo, sólo basta con recorrer la historia de este expediente para llegar a la conclusión de que en causas de relevancia social o política la justicia santafesina le teme al poder, o en todo caso le retribuye de manera tergiversada el rol asignado.
No se trata de una contradicción, sino de analizar lo que los jueces y fiscales debieron haber hecho a los fines de que la impunidad no se instalara cómodamente, como pareciera que va a ocurrir.
En definitiva y aunque suene descabellado todos estos años que pasaron, los magistrados se tomaron el tiempo para analizar si el ex arzobispo santafesino había besado en el cuello al por entonces seminarista Rubén Descalzo.
En diciembre de 2002 la víctima relata en el libro “Monseñor” lo ocurrido con el ex jefe del clero santafesino. Su testimonio, tanto en el libro como en la Justicia resulta verosímil, pero choca contra un iceberg probatorio imprescindible: la falta de testigos.
Así las cosas, Descalzo dijo que Storni intentó tener un acercamiento sexual, mientras que el sacerdote lo niega. Dar por hecho este episodio, sólo sobre la base de hipótesis y relatos sobre otros hechos no investigados termina construyendo una montaña de arena que se desmorona apenas con una leve brisa.
Lo indignante, entonces, no debiera surgir del fallo dictado por los camaristas, sino más bien de lo que tendría que haber ocurrido en diciembre de 2004.
La llamada “Santa Sede”, consciente de que el arzobispo santafesino era portador de un comportamiento non sancto en el Seminario, ordenó investigarlo.
La casa de la ciudad de Paraná del cardenal Estanislao Karlic fue el epicentro oculto de las tareas de inteligencia ordenadas por El Vaticano.
El sacerdote José María Arancibia fue el encargado de escuchar los testimonios de seminaristas que describieron traumáticas situaciones que lo tenían como protagonista a Storni.
Culminada la investigación, Arancibia hizo llegar las conclusiones a Roma y a partir de ese momento, la Iglesia, tal cual es su costumbre, resolvió esconder el escándalo debajo de sus ostentosas alfombras.
Como consecuencia de esta situación, las víctimas, los sacerdotes que se animaron a contar lo que ocurría y todos los testigos que fueron a declarar a Paraná recibieron la respuesta más agraviante de todas: el silencio.
La prensa santafesina tomó conocimiento de que el arzobispo estaba bajo la lupa y hasta el diario El Litoral en diciembre de 2004 llegó a publicar “¿Storni investigado? Rosario 12 fue mucho más allá y aparecieron ríos de tinta con detalles precisos y certeros.
¿Qué hizo la justicia en aquel momento? Absolutamente nada. De manera casi burlesca inició una causa de oficio 8 años después, tras la presentación de un libro en Santa Fe donde con estilo novelesco y escasa rigurosidad periodística se hablaba de Storni.
Y aunque el libro de Olga Wornat todavía no se encontraba disponible en las librerías de Santa Fe un fiscal resolvió actuar de oficio.
Ocho años antes y con elementos mucho más contundentes, un sector de la prensa santafesina había revelado el aberrante secreto de Storni. Los fiscales, presos de una inexcusable hipoacusia, miraron hacia otro lado.
Ese fue el momento clave donde la puerta de la impunidad quedó abierta. Lo que sucedió después fue el correlato de la ignominia. En el 2002, cuando el fallecido juez Eduardo Giovannini empezó a investigar se encontró con escollo inexpugnable: el tiempo transcurrido entre la fecha en que sucedieron los hechos y el inicio de la actuación judicial.
El magistrado tuvo que declarar la prescripción de varios casos y el único que pudo sostenerse fue el más endeble desde el punto de vista probatorio: el caso Rubén Descalzo.
El coctel terminó siendo explosivo y determinante: la jerarquía eclesiástica y la justicia se encargaron de demostrarle a las víctimas que el poder siempre obsequia salvoconductos.
Los seminaristas que se animaron a declarar ante Arancibia junto a los sacerdotes y testigos no tardarían en darse cuenta de que nada iba a ocurrir. En Roma estaban convencidos de que era mucho más importante la imagen de la Iglesia que los traumáticos episodios sufridos por los seminaristas.
Por ese motivo, no sólo cajoneó la investigación, sino que además cuando el juez citó a José María Arancibia, este jamás concurrió a los tribunales santafesinos. Por supuesto, el Derecho Canónico encontró el eufemismo adecuado para intentar justificar semejante insulto.
Muchos de los jóvenes que se cruzaron en el camino de Storni, ante la inacción de El Vaticano, terminaron abandonando su vocación y se alejaron del seminario. La venganza del arzobispo incluyó también la persecución de los curas que, además de haber declarado ante Arancibia, se animaron a cuestionarle personalmente sus comportamientos.
La mayoría de ellos fue traslado a lugares donde sus voces no encuentren amplificaciones que pusieran en jaque su poder. No obstante, no fueron pocos los curas que con valentía y real sentido cristiano se presentaron ante el juez Giovannini para dar fe de lo ocurrido.
A esta altura y pase lo que pase con la sentencia que debe redactarse nuevamente, hay un daño irreparable e irreversible. El Poder tuvo una amplia zona de influencia y no es casualidad que la sede del Arzobispado se ubica justo frente a los tribunales santafesinos.
Tampoco es azaroso que el nombramiento de algunos magistrados comenzara a gestarse en esa sede religiosa. Después llegaría el tiempo de los favores.
(*) Maxi Ahumada es autor del libro "Monseñor"
3 comentarios:
Análisis de un periodista serio (ELABAS)
Excelente tu relato
Ruben Descalzo:
Maxi: Como Siempre, Gracias!, por lo claro y preciso que sos en tus notas,
Saludos.
Ruben Descalzo.-
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